Nuestro cerebro es un truhan. Almacena nuestros recuerdos como improntas que se disparan de la manera más inesperada.
Olores, temperaturas, niveles de ruido, colores son almacenados junto a un contexto de una historia en nuestro córtex de modo que los recuerdos están dispersos por él.
Esta dispersión y el constante recableado que realizan internamente las neuronas hacen que podamos recordar en un momento dado sucesos que fueron, más o menos adornados, y más o menos exactos.
Hace muy poco, me vino a la cabeza uno de estos recuerdos. Una salida en navidades, allá por los 70, en la que estaba con mis hermanos. Vestidos con trencas y el obligatorio pasamontañas (blanco, verde, de colores), con nuestras manoplas, que no guantes, y unas bufandas que componían la impedimenta de los infantes de la época en el frio invierno.
No recuerdo el frio, sino un calor hogareño, pero si una noche a media luz, no tan brillante y más amarilla de bombilla de 100W, no como las actuales de colores, una noche con olor a bocadillo de calamares y castañas asadas.
Recuerdo unas calles con mucha gente, que están más vacías que las de hoy en día, y mucho villancico tradicional frente a los “jingles” de ahora.
Creces, y creces más, y un buen día te sacude el recuerdo de aquel día (noche) en la que un niño disfrutaba con sus hermanos de la Navidad.
Sed felices.