Estamos en la vorágine de la campaña electoral y a todos se les calienta la boca con lo que [no] han hecho, y con lo que [no] piensan hacer.
Es un juego de travestismo en el que durante quince días dejamos a nuestros presidentes regionales que nos cuenten lo [ridículamente] estupendo que es nuestro sistema educativo, de salud, de protección social.
Les dejamos a nuestros alcaldes contarnos la cantidad de parques, calles, carreteras y otras cosas que [no] han hecho, y a los candidatos la cantidad de cosas que [no] podrán hacer.
Entonces, ¿por qué seguir con esta [supuesta] farsa? Sencillamente porque es lo mejor que tenemos, y aunque sea dolorosa para los ciudadanos, nos permite cada cuatro años [no] decirles a los gobernantes lo que pensamos.
Muchos son los ejemplos de lugares en los que los votos no existen o no valen. Son lugares que no llegan a desarrollarse como lo hemos hecho nosotros, y es que votar en democracia trae progreso.
Cada uno ha de votar en conciencia con lo que opina que es la gestión de su alcalde, de su presidente regional, y cuando llegue el momento, con los otros niveles del Estado.
Por desgracia, y a diferencia de lo que hacemos con nuestros proveedores, a la política le aplicamos más él concepto de religión o de pertenencia a un grupo que el de la búsqueda de la opción más conveniente.
Tenemos por delante el reto de abandonar estas prácticas de grupo y tomar mayor conciencia de nuestro voto, de lo que significa para la mejora de nuestro pueblo, ciudad, región o país. Sólo mediante un empleo consciente del voto, y no de manera gregaria, conseguiremos acercarnos a los niveles de desarrollo de países como Francia, Suecia, Alemania u Holanda.
¡Ah! Y respecto a la campaña: ya queda menos.
Sed felices
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