En el año del Quinto Centenario, uno no tenía nada mejor que hacer que incorporarse a la disciplina militar, abandonar durante un tiempo las ventajas de ser civil, y cumplir cual “quirite” con las obligaciones del servicio.
Siendo privilegiado por la Fortuna, no me alejé mucho de mi casa, ni acabé en un mal destino. Esto no me impidió tener buenas anécdotas, sufrir algún que otro sinsabor y aprender cosas, que siendo inútiles, me vendrían bien en mis viajes por el mundo.
Sin embargo si hubo una cosa que desearía que no me hubiese pasado durante este periodo: me lesioné.
De la forma más tonta y simple, y a falta de pocos meses para mi licenciamiento, se me produjo una contractura en la espalda que me acompaña desde entonces. Una contractura seria que me tuvo de baja durante cinco semanas (esto es casi imposible en el ejército) y que de vez en cuando se hace sentir.
En esos días, y teniendo que estar presente en el acuartelamiento de vez en cuando para revisión, se me acercó un día el teniente Villarejo. Este era un teniente de los de ascenso por tiempo, chusquero, bajo y redondo, con una barba de legionario y con las dos estrellas más brillantes del cuartel. No se podría deducir de su comportamiento que fuese un hombre muy leído, pero se conocía las ordenanzas al derecho y al revés, y más de uno le debe el haber retrasado un arresto o reducirlo por los entresijos de su articulado.
El caso es que viéndome con cara de dolor en aquél invierno, el teniente Villarejo me dio su receta para todos los males: “Soldado, a vuestra edad todo se cura de una sola forma: un buen polvo y ocho horas de sueño”.
Cada vez que me duele la espalda me acuerdo de él.
Sed felices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario