Hace muchos años, cuando empezaba a trabajar en la calle Luchana de Madrid, asistí a una conversación en el metro de unos chicos que debían ser sólo tres o cuatro años menores que yo.
Eran estudiantes de Filosofía y habían tenido un examen que habían suspendido todos menos dos de todo el curso, coincidiendo en que ambos debían ser poco menos que detritus sociales.
La cuestión que tanto había indignado a los estudiantes, y que me alegraron el trayecto hasta mi destino es que emplearon las cuatro horas disponibles escribiendo razones, presupuestos, hipótesis y desparrames similares para contestar al enunciado "¿por qué?"
Ese esfuerzo inútil se produjo por lo simple y ambiguo de la pregunta, y la tendencia del ser humano a rellenar el espacio en blanco con lo que le es familiar. Si tengo cuatro horas para hacer el examen, he de emplear las cuatro horas por la Ley de Parkinson.
La respuesta era más simple: "¿Por qué no?"
Hoy, con las crisis (la última es la de la gripe innombrable) nos pasa lo mismo, rellenamos y rellenamos papeles con hipótesis, teoremas, y similares, cuando puede que la respuesta sea "¿por qué no?"
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